El castillo de Trevejo al final de una tarde de junio

Final de la tarde en el sendero entre Trevejo y su castillo

El castillo de Trevejo visto desde las cercanías de Villamiel

El castillo visto desde Trevejo

No sé cuantas veces he estado en el castillo de Trevejo. Quizás, varias decenas. Nunca me canso. En invierno impresiona rodeado de un paisaje espectral de árboles dormidos. En otoño los colores del bosque y los prados que lo rodean lo realzan hasta dejarnos con la boca abierta. En estas estaciones, las frecuentes nieblas lograr convertir al castillo en protagonista de un cuento de Bécquer o de una leyenda escocesa. En primavera, emerge con vigor la naturaleza y el verde intenso, acompañado de otros muchos colores, y parece convertir al castillo y su pequeño pueblo en un barco rodeado de un mar color esmeralda.

Pero nos olvidamos del verano y no es justo. En esos meses de luz abrumadora hay un momento en el que el castillo se vuelve más de ensueño que en ningún otro momento del año. Es cuando la tarde se acaba, la luz del solsticio de comienzos del verano se suaviza al volverse vespertina. Los turistas ya se van y te quedas tú solo con esa vieja mole en ruinas y su preciosa ermita. Esperando que caía la tarde definitivamente, que la luz crepuscular inunde los pastos que rodean el castillo. Esperando que el rey sol se esconda por unas horas tras la Sierra de la Cachaza. Esperando que la luz se extinga poco a poco. El tiempo pasa despacio pero inexorable llega la oscuridad. Y no te vas hasta que todo queda a oscuras y solo se ven las débiles luces de Trevejo.

Vuelvo a mi casa de Gata embriagado por los olores del solsticio y por la paz que el castillo me ha dejado. Con las últimas luces de la tarde ancladas en mi retina. Me pongo buena música en el coche, bajo la ventanilla para que me relaje el frescor de la noche sierragatina y me dejo llevar por una enorme sensación de bienestar.