Sueño con mis montañas

Enclaustrado, encerrado en casa, echo muchas cosas de menos. De entre ellas, mis montañas ocupan una de las primeras posiciones. Sin embargo, su lejanía también es un acicate, un estímulo para seguir resistiendo con el ánimo de volver recorrerlas. Todas las noches me acuesto y busco su recuerdo antes de caer dormido. Mis pensamientos conscientes previos al profundo sueño son para las montañas que he trasteado y recorrido durante los últimos veinte años. Su recuerdo me relaja, me tranquiliza y me anima.

Cuando sueño con las montañas sierragatinas me veo andando por sus viejos caminos empedrados, oliendo la humedad que rezuman en los días lluviosos de otoño, disfrutando del sol en la cara en un mediodía de invierno. Me imagino sentado junto al río leyendo a Cabré o a Saramago en una tarde de primavera, o esperando a que llegue la brisa fresca al anochecer mientras me baño en verano en una piscina natural. Me veo internándome en el bosque cubierto por la niebla y desapareciendo poco a poco. Siento el contacto con los viejos robles y castaños, me parece que los abrazo y disfruto de cada una de sus rugosidades. Fantaseo con que, después de una larga caminata, hago parada junto a una fuente y refresco con agua mi cuello y mi cara. Sueño con pasear por antiguas calles y saludar a alguna viejecilla que, sentada en el poyo de la entrada de su casa, me mira con indiferencia. Me canso al  subir a riscos y miradores, a los que asciendo para comerme el paisaje a bocados. En fin, sueño con mis montañas.


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